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I can't import react nivo chart in react pdf #1473

Closed jb-thery closed 3 years ago

jb-thery commented 3 years ago

Hello,

When I try to import my pie chart in react pdf I get several errors :

Uncaught TypeError: Failed to execute 'observe' on 'ResizeObserver': parameter 1 is not of type 'Element'.
The above error occurred in the <PDFDownloadLink2> component:
Warning: Can't perform a React state update on an unmounted component. This is a no-op, but it indicates a memory leak in your application. To fix, cancel all subscriptions and asynchronous tasks in a useEffect cleanup function.

Here is my pdf :

import React from 'react';
import pdf from '@react-pdf/renderer';
import styles from '@/components/core/FaPDFSkeleton/styles';
import { ResponsivePie } from '@nivo/pie';

const { Document, Page, Text, Image, View } = pdf;

export type FaDocumentProps = {
  title: string;
  author: string;
  subject: string;
  keyword: string;
  creator: string;
  producer: string;
  pdfVersion: '1.3' | '1.4' | '1.5' | '1.6' | '1.7' | '1.7ext3' | undefined;
  language: string;
};

export type FaPDFSkeletonProps = {
  PDFProps: FaDocumentProps;
  onRender: () => void;
};

const FaPDFSkeleton = () => (
  <Document>
    <Page style={styles.body}>
      <View style={{ height: '500px' }}>
        <ResponsivePie
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        ~ Created with react-pdf ~
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      <Text style={styles.title}>Don Quijote de la Mancha</Text>
      <Text style={styles.author}>Miguel de Cervantes</Text>
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      <Text style={styles.subtitle}>
        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
      <Image
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      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
      </Text>
      <Text
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    </Page>
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      <Text style={styles.subtitle}>
        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
      <Image
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      />
      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
      </Text>
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        ~ Created with react-pdf ~
      </Text>
      <Text style={styles.title}>Don Quijote de la Mancha</Text>
      <Text style={styles.author}>Miguel de Cervantes</Text>
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      <Text style={styles.subtitle}>
        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
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        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
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        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
      <Image
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      />
      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
      </Text>
      <Text
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        ~ Created with react-pdf ~
      </Text>
      <Text style={styles.title}>Don Quijote de la Mancha</Text>
      <Text style={styles.author}>Miguel de Cervantes</Text>
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      <Text style={styles.subtitle}>
        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
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      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
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      <Text style={styles.author}>Miguel de Cervantes</Text>
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        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
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        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
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      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
      </Text>
      <Text
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        ~ Created with react-pdf ~
      </Text>
      <Text style={styles.title}>Don Quijote de la Mancha</Text>
      <Text style={styles.author}>Miguel de Cervantes</Text>
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      <Text style={styles.subtitle}>
        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
      <Image
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      />
      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
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        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
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        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
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        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
      </Text>
      <Text
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        ~ Created with react-pdf ~
      </Text>
      <Text style={styles.title}>Don Quijote de la Mancha</Text>
      <Text style={styles.author}>Miguel de Cervantes</Text>
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      <Text style={styles.subtitle}>
        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
      <Text style={styles.subtitle} break>
        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
      </Text>
      <Image
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        src="https://encrypted-tbn0.gstatic.com/images?q=tbn:ANd9GcShYfR0EneW7-ii0AHHUx8XW8GAN0g1f0agFA&usqp=CAU"
      />
      <Text style={styles.text}>
        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
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        Capítulo I: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
      </Text>
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        En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
        un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
        olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
        lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de
        su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
        con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más
        fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
        los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
        Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
        carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
        sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste
        caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
        pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto
        de la verdad
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
        más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
        de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
        tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura,
        para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo
        haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
        Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
        parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
        donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
        tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
        cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
        fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
        entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
        Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don
        Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
        curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero
        con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
        aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
        como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores
        y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
        su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
        Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía
        que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
        Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
        era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
        iba en zaga.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
        claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
        le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
        aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
        desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de
        tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
        invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
      </Text>
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        Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote
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        Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
        pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
        según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar
        y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
        intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos
        del mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
        celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo
        con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
        buen deseo. Mas apenas se vio en el campo cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal,
        que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
        era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con
        ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel
        caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos
        le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna,
        propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
        así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas
        blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio;
        y con esto se quietó18 y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo
        quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras
      </Text>
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        Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo:
        —¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de
        mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi
        primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la
        faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
        pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
        armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por
        las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
        caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
        caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel.
      </Text>
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        Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel
        adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
        en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
        quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
        que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y
        carreras.
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea,
        señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con
        el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
        de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con
        estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
        enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto caminaba tan despacio, y el sol
        entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
        tuviera
      </Text>
      <Text style={styles.text}>
        Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
        desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
        fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
        Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
        este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
        aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que,
        mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
        donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del
        camino por donde iba, una venta,que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
        sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
        tiempo que anochecía.
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export default FaPDFSkeleton;
mikey0000 commented 3 years ago

Because your component isn't a type react-pdf understands, react-pdf uses its own renderer, similar to how react native + a whole host of other things works. Unless you write a custom renderer into react-pdf to handle D3 charts it will never work.

diegomura commented 3 years ago

Thanks @mikey0000 . That's correct. You need to transform your chart into react-pdf SVG primitives